El fin de un ciclo de ideologización trucha

Análisis y Opinión 30/11/2015 Adrián Rocha
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La gran crisis de principios de siglo nos dejó otra crisis: la de legitimidad. Efímera, tal vez. Pero real hasta el momento en que se volvió a confiar en la clase política. No obstante, lo ocurrido entre 2001 y 2003 fue el resultado de un proceso más amplio, que de a poco iba revelando la falta de confianza de la sociedad para con la política. Esa crisis de legitimidad, expresada posteriormente en las elecciones en las que Néstor Kirchner obtuvo el 22% de los votos, brotó con una crisis económica, aunque antes del colapso estuviera presente. Las denuncias e investigaciones que comprometían a Menem y sus aliados fueron, tal vez, uno de los principales acicates de un lento proceso de desestimación de la política desde la opinión pública.

Peronismo y aparato

Si antes de Menem la renovación del peronismo se había tratado (¿soñado?) racionalmente, en consonancia con su incorporación modernizada al sistema de partidos (no porque el PJ no estuviera dentro de tal sistema, sino porque en ese momento los peronistas republicanos lo pensaron como un partido diferente), luego, el PJ se transformó paulatinamente en un aparato de poder.

Es cierto que los partidos son espacios propicios para acceder al poder[i]. No tiene sentido pensar a los partidos por fuera de la lógica del poder, porque la política consiste, entre otras cosas, en conquistar y en conservar el poder. Pero los mecanismos y modos a través de los cuales se obtiene, se conserva y se construye el poder, definen el funcionamiento y la calidad de una democracia. Ese funcionamiento y esa calidad no se limitan a la adaptación formal de los partidos a las reglas de juego que marca la constitución. Se expresan también en el tácito acuerdo de todos los actores políticos acerca de una visión republicana de la democracia. Si este último elemento no está presente, entonces lo formal pierde sentido; después de todo, nuestra Constitución señala que la Argentina adopta como forma de gobierno a la República, y las implicancias de esa adopción no se reducen a formalismos.

Este es un tema muy complicado. En primer lugar, porque hablar de “visión” ya nos sitúa en un plano intangible, poco medible y por lo tanto incómodo para el análisis. En segundo lugar, porque el concepto mismo de república ha ido variando con el correr de los años, y hoy ya no es el mismo que aquel que impregnaba el pensamiento de quienes fueron parte del poder constituyente originario, en 1853, cuando se terminó de forjar la Constitución (aunque una década más tarde ya tuviera modificaciones).

No obstante, cuando bajamos de las nubes filosóficas (a veces necesarias) y miramos el funcionamiento del peronismo durante la década del ‘90 y la primera del 2000, advertimos que el PJ no fue solamente una parte de un sistema (conformado por partidos), sino también un “aparato”. ¿Por qué un aparato? Porque funcionó de una forma que encaja con eso que Michels, en sus análisis sobre el Partido Socialdemócrata Alemán, llamó “la ley de hierro de la oligarquía”: una mayor organización partidaria (o sindical), crea una estructura sólida que termina desdoblando a esos mismos partidos o agrupaciones: por lado, una pequeña oligarquía maneja el poder del partido o sindicato; por el otro, la gran mayoría de afiliados y militantes es dirigida por aquélla, que manipula a éstos. ¿Hay diferencias entre una oligarquía política y eso que entendemos por “aparato”? Pienso que no.
Este funcionamiento del peronismo como aparato (sobre todo en la provincia de Buenos Aires) le brindó a Menem un poder de influencia diferente (y mayor) al que ostentara cualquier partido político. En ese momento el peronismo funcionaba más atado a la pequeña elite que dominaba al partido (conducida en la provincia de Buenos Aires por Duhalde) que a su relación con los militantes; y como el PJ era el partido más importante y más fuerte de la escena, sus políticas se transformaban en cuestiones nacionales. A tal punto que Alfonsín tuvo que ofrecer a Menem el Pacto de Olivos, con el fin de evitar la consulta popular que el riojano tenía prevista para reformar la Constitución.

Si Menem gozaba de una gran aceptación social, no era solamente por sus habilidades políticas, sino también porque tenía el respaldo necesario de un partido que lentamente se iba olvidando de la república. Ese rasgo del peronismo de los noventa fue tal vez la principal razón por la cual sectores de diferente signo decidieron denunciar la lógica corporativa y decididamente anti-republicana que anidaba dentro del gran partido argentino (actores muy distintos entre sí, como Germán Abdala, Pino Solanas, Elisa Carrió, Chacho Álvarez, los radicales republicanos y otros).

Ese funcionamiento oligárquico y elitista puede observarse en el gerenciamiento del “aparato” del peronismo durante los noventa: fue de exclusiva propiedad de Duhalde, y Menem se lo alquilaba[ii]. Luego, cuando Kirchner asumió la presidencia, consideró que debía arrebatárselo a Duhalde, y en eso se basó su estrategia de concentración y construcción de poder: quitarse de encima los intermediarios[iii].
Entonces, ¿qué ocurrió? La lógica del poder se devoró al partido. El PJ no era solamente un partido político, sino que se había transformado en eso que hoy constituye casi una obsesión de analistas e historiadores: el peronismo, pero ya alejado de su versión “histórica”.

Retumban en los cafés, pasillos universitarios, redacciones y encuentros cotidianos, palabras como “peronismo”, “aparato del PJ”, “el conurbano”, que, más que estrictamente palabras, son enclaves a través de los cuales nos entendemos. Volvemos entonces a ese fantasma alojado en las nubes filosóficas: la “cultura política”. Eso que anteriormente se mencionó con el nombre de “visión”, y que al interior mismo del peronismo se sigue discutiendo. Un debate que, a fin de cuentas, nos atañe a todos los argentinos, por las dimensiones políticas y culturales del peronismo en la escena nacional.

El comienzo: diferencia y repetición

Una vez que Menem no se presentó al balotaje, dejando el lugar a Kirchner, que con el 22% de los votos tenía menos legitimidad que Duhalde escondido detrás de él y con temor por lo sucedido con Remes Lenicov, en la Argentina empezó una nueva etapa. Argentina es una eterna repetición hecha a base de diferencias. Diferencia, repetición, diferencia, repetición. Pero esta vez nadie imaginó lo que se venía.

Kirchner decide impregnarse de legitimidad a través de su simbiosis con las Madres de Plaza de Mayo. Empieza a trabajar con Lavagna y un buen equipo de profesionales para intentar recuperar económicamente al país.
Pero junto con este proceso de recuperación económica se abría otro proceso, que nos tomaba desprevenidos, ya que no sabíamos bien a qué respondía. Un proceso más político que social y más cultural que político. Comenzábamos a palpitar los primeros pasos de algo que seguramente en los estudios ulteriores sobre el kirchnerismo será indicado como un rasgo distintivo de su vínculo con la sociedad: el decidido intento de manipular la opinión pública. Es importante establecer esa diferencia: el “intento” no fue plenamente exitoso, porque sabemos que el kirchnerismo decidió enfrentar al más importante holding de comunicaciones del país. Por lo tanto, lo que de a poco se avizoraba era la emergencia de un nuevo capítulo de eso que Fernando Ruiz denominó “Guerras Mediáticas”, en una investigación que recorre los diferentes escenarios de enfrentamientos entre gobiernos y medios de comunicación en la historia del país.

Se podrá compartir o no el modo en que Kirchner decidió cargarse al progresismo para construir su propia legitimidad (esa que no consiguió en las urnas), pero no se puede dejar de advertir el impacto de esa construcción. El ex presidente llevó a cabo una re-politización social, por medio de una legitimación política, estatal y jurídica de causas vinculadas a la tradición progresista: derechos humanos, medios de comunicación, latinoamericanismo, soberanía y nacionalismo (aunque este último elemento no tenga absolutamente nada que ver con el pensamiento progresista universal y sí con peronismo). Este proceso se inició desde su discurso en la ESMA, pero sin dudas tomó mayor espesor a partir de la ruptura con Clarín y del conflicto con el sector agropecuario en 2008.

Es difícil negar que, paralelamente a ese proceso estrictamente político, donde el Estado asumía responsabilidades vinculadas a los derechos humanos y ejecutaba determinadas políticas públicas, se abría una dimensión cultural íntimamente vinculada al mismo, que sintonizaba con el clima de casi toda la región. Los años noventa pasaban a ser la anti-política, y eso demandaba un cambio rotundo en el plano cultural. Otra vez, el fantasma analítico: la cultura política.

La forma de construir poder del kirchnerismo supo conjugar causas nobles y progresistas con un cinismo que, para los analistas seducidos por el gobierno, era una necesaria práctica de realismo político, pero que, para los intérpretes críticos, era manipulador y perverso.

En ese doble juego, una apasionante lógica especular le permitía a la nueva repetición diferida del peronismo segmentar la batalla argumentativa, que atravesaba todos los campos simbólicos: desde la política, con un decidido hincapié en los derechos humanos y la soberanía, hasta la cultura, con una neo-politización de la vida íntima casi olvidada por los argentinos. Desde las brillantes producciones del Canal Encuentro, hasta la relación con mercenarios de las comunicaciones al servicio del poder; desde la intelectualidad sobredimensionada de Carta Abierta, hasta pasquines televisivos al estilo 678. El kirchnerismo abría debates no tradicionales para la cultura mediática (de masas) del periodismo argentino de los años previos a su aparición. Debates propios de la vida universitaria, por medio de los cuales se intentaba dotar de mayor espesura a algunos temas que, tradicionalmente, los medios masivos de Argentina trataban de una forma mucho más modesta. El kirchnerismo recuperaba una dimensión histórica del peronismo que le permitía vincularse con la sociedad de una manera estetizada y novedosa, a través de una “seducción audiovisual”[iv] devenida en un “populismo pop”[v], y des-ubicaba -en el sentido literal del término- a quienes acostumbraban a intervenir en la vida pública con argumentos menos sofisticados (aunque no por eso menos relevantes). No es casual que una de las grandes estrellas de la contienda fuera una intelectual. Tampoco es casual que Beatriz Sarlo sea de la misma generación que Horacio González (1942, ella; 1944, él). Una generación marcada por algo que la intelectualidad kirchnerista explotó formidablemente: la relación entre política y literatura; es decir, el vínculo entre cultura y política, entre política y ficción, junto con el corrimiento de los debates, para insistir sobre una obsesión formal no sólo de sus intelectuales sino de todo el kirchnerismo: lo que dicen los medios, cómo lo dicen, cuándo lo dicen, quién es el dueño de tal o cual medio, y el pasado como condición del presente (“el archivo” de las personas, la historia, los noventa, la dictadura).

Este proceso de politización de ese espacio llamado opinión pública, que en el mundo contemporáneo se tensa entre la sociedad civil y el Estado, iba acompañado de una epistemologización de los contenidos audiovisuales que permitía al kirchnerismo jugar en todos los campos: el cultural, el intelectual, el popular y, por supuesto, el político, que en un proceso de este tipo se define por su ubicuidad.

De esta manera, asistíamos al ensalzamiento de algunos debates que si bien eran -y siguen siendo- anacrónicos respecto de los dilemas del mundo desarrollado, no lo eran para una sociedad adicta a las identidades. El kirchnerismo culturizaba la política y politizaba la cultura, a través de excelentes producciones audiovisuales, mucho dinero a sectores específicos del campo cultural (y de las comunicaciones), espacio público a la intelectualidad afín, y discursos presidenciales épicos, inflados y emancipados del pasado menemista de sus locutores. En ese proceso, el Canal Encuentro, Carta Abierta, Página/12 y la TV Pública jugaron un rol importante, introduciendo problematizaciones (siempre complejas y muy debatidas en los ambientes académicos) que eran desmontadas en los pasquines televisivos y espacios puramente propagandísticos del gobierno, para ser utilizadas con fines “hegemónicos”. Lo brillante de todo esto (que de tan brillante hace dudar sobre su planificación), fue su efecto especular: cuando la intelectualidad de moda de la época hacía ruido con determinadas problemáticas respecto de la dictadura, los noventa o la influencia de los medios de comunicación, los pasquines de propaganda oficial devolvían una imagen extremadamente simplificada de esos tópicos, y por lo tanto alejada de sus verdaderas problematizaciones, para hacer de ellos herramientas argumentativo-beligerantes para su rápida utilización en la vida pública. Desmontando a esas cuestiones de sus enormes matices (de esos mismos que las vuelven complejas), el aparato de propaganda pretendía construir una hegemonía o “contra-hegemonía”, porque el punto de partida del kirchnerismo era que había que “contrarrestar” la previa hegemonía que ejercía el Grupo Clarín. De este modo, el kirchnerismo dialogaba con la sociedad al mismo tiempo que lo hacía consigo mismo. Por eso había lugar para el “apoyo crítico”, o para ser “gobierno y oposición al mismo tiempo”. Sofismas encantadores.

Este proceso que iba acrecentándose social y culturalmente, por la obvia reacción que generó en diferentes sectores, instaló una inesperada (aunque no nueva) configuración del debate político: el maniqueísmo argumentativo, con todas sus implicancias y consecuencias. Algo muy efectivo para pensar la realidad en tiempos veloces, ya que se caracteriza por la comodidad que brinda a la hora de posicionarse. Comodidad no sólo intelectual, sino también política: ya no sólo los políticos utilizaban al maniqueísmo para “ganar” una discusión, sino también los periodistas, los analistas, y, desde ya, “la gente”.

La caída en esta lógica -que significó una gran victoria cultural del kirchnerismo-, nos llevó a todos a una controversia ideológica, ya que al estar el campo dividido en dos polos, era casi imposible ubicarse en el medio (intentando encontrar matices) sin recibir balas de ambos lados. Fueron tiempos de una radical pre y posmodernización: si la posmodernidad implica un distanciamiento de las grandes causas privilegiando la fragmentación propia de la pre-modernidad, la exacerbación nacionalista en el plano cultural permitía lograr el consenso necesario para instalar una agenda política signada por el rechazo a la mundialización (o globalización).

En esa lógica, la polítización se diseminaba con amalgamas de tipo religiosos: “Él”, “La militancia”, “El pueblo”, “La juventud”, “La cultura, “La oposición”, “El campo”. Asistíamos a un monismo que abstraía la pluralidad y diversidad en un tipo de unanimidad sofisticada que, al mismo tiempo que concentraba todo lo que podía, abría su puertas como un coliseo al cual se podía ingresar por cualquier parte de su línea circunferente: izquierda marxista, nacionalismo, diversidad, progresismo, peronismo, socialismo, cultura popular, y la lista sigue.
Eso es exactamente el populismo. Cuando se critica al populismo, o se cree -con paranoia- que el kirchnerismo “puso en práctica” la teoría de Laclau, se desconoce por completo que, antes que una teoría elaborada para ser “practicada”, la teoría populista de Laclau es una descripción y explicación de cómo funciona la política en tanto articulación de heterogeneidades. No se trata de decidir si practicarla o no, porque lo que Laclau ofrece es un desarrollo teórico sobre cómo funciona la política. Es cierto, también, que para Laclau no existe política sin populismo y que no hay democracia sin populismo, ya que su aporte resignificó el mismo concepto de populismo. Pero que el autor asignara una valoración positiva a esa caractereología, no significa que sus descripciones fueran equívocas.

Todo este escenario movilizó a la sociedad, y en esa neopolitización, los sectores más “tradicionales” del peronismo se vieron ante una oportunidad imperdible: aprovechar la “ideologización” para darle un sustento mucho más contundente a su expreso y fatuo oportunismo político. De repente, todos los que habían pasado por las filas del menemismo se transformaron en lectores de autores tan disímiles como en aquél entonces olvidados: Jorge Abelardo Ramos, Arturo Jauretche, José María Rosa, Hernández Arregui, Cooke, y tantos más. El peronismo se resignificaba con el kirchnerismo, porque encontraba algo más que el mero realismo de coyuntura en que se había convertido. La lógica del poder que en los noventa se había devorado al PJ por medio de la despolitización, con el kirchnerismo transfiguraba y se sofisticaba. El kirchnerismo lograba suturar disyuntivas propias de la historia peronista en un populismo posmoderno que abría las puertas a todos y todas (la transversalidad).

El final: el populismo sepulta al kirchnerismo. ¿También al peronismo?

Este proceso de confrontación generó rupturas en toda la sociedad: en la política, desde ya, pero también entre periodistas, entre personalidades de la cultura, entre investigadores, etcétera. Un proceso que fue digitado desde los aparatos de comunicación oficial con el fin de polarizar el escenario y obligar a todos a ubicarse en algún polo de la trinchera.
Justamente por eso el ciclo fue artificial, ya que la sociedad no se politizó en forma espontánea, como en 2001 y 2002, o en forma decidida, sino que fue invadida en su intimidad por decisión del poder político, a través de la creación de un artificio comunicativo. Eso fue lo que generó la famosa grieta, tal como la llamó Jorge Lanata, cuando muchos sentíamos que algo raro pasaba pero no supimos asignarle un nombre.
Esa grieta empezó con una gran estrategia del aparato de comunicación oficial que consistió en convertir a todos los opositores, sin excepción, en “la oposición”, opacando las diferencias sustanciales que entre todos ellos había, y ubicando en ese polo también a los medios de comunicación enemigos: el diario La Nación, y, sobre todo, el Grupo Clarín.

Pero esa escisión de la opinión pública generada por el kirchnerismo a partir de ese proceso cultural que se profundiza desde 2008, es, paradojalmente, uno de los elementos que permitieron a Macri capitalizar el ofuscamiento de una buena parte de la sociedad.

Si se analiza el proceso en su totalidad, se encuentran varios elementos que perjudicaron al kirchnerismo en la elección de 2015: se abre una grieta a nivel social, y al mismo tiempo -y también como producto de esa grieta-, el peronismo se empieza a dividir, ya que si bien el verticalismo fue un factor decisivo en la organización simbólica y material del peronismo, Cristina hizo un uso excesivo de ese elemento, más aún hacia el interior mismo del peronismo. La suma de las divisiones generadas por el gobierno era mayor que el bloque cada vez más solitario que creó la señora de Kirchner, habiendo dividido a “la justicia”, al peronismo (léase Massa, De la Sota), dándole a la sociedad dos opciones: nosotros o ellos.

Este aspecto va más allá de una cuestión de principios basada en el republicanismo y la relación con los otros partidos: se trata de una forma de ejercer el poder en la que la política comunicacional de tono maniqueo y tal vez necesaria -según la estrategia del gobierno- para poder dividir la opinión pública, terminó trasladándose desde el plano macro-social a los espacios micro-sociales: la familia, los círculos de amigos, y, fundamentalmente, al interior de las agrupaciones políticas.

Ese paulatino proceso de segmentación simbólica y política, con el sostenimiento del conflicto potenciado en el año electoral, entre oficialismo y oposición (teniendo en cuenta que en ésta última se ubican ni más ni menos los medios de comunicación más importantes del país), termina horadando la imagen de Cristina Fernández de Kirchner, y sobre todo la relación que la sociedad tiene con las políticas del kirchnerismo. La representación interna que las mayorías sociales tienen del kirchnerismo ya no es la misma que hace dos años, y es mucho menor que hace cuatro, porque la dinámica del conflicto no tuvo descanso: pésima administración del estrés.
Macri y su equipo fueron leyendo esta situación. La evolución del nuevo Presidente es notoria. Además, no tuvo que esforzarse mucho para mostrarse como el candidato del cambio, debido a que la situación interna del peronismo y de la sociedad se sostuvo sobre la lógica que instaló el partido gobernante. Por esa razón, la binaria escisión del campo social termina ubicando al principal representante de la oposición en un lugar favorable, en medio de un clima en el que el electorado buscó el cambio, escenario en el cual Macri fue la única alternativa real, porque efectivamente representó -y sigue representando- un verdadero cambio. Un cambio que surge producto de una lógica instalada por el mismo gobierno. La ecuación podría resolverse con la famosa frase que señala que alguien que busca sacar algo por la puerta, posteriormente termina encontrándose con ello, ya que esto se le cuela por la ventana. Si la lógica de la escisión del campo social era necesaria para conservar y construir poder -según la estrategia del gobierno-, también es cierto que ese poder ejercido de esa manera (durante tanto tiempo) terminó socavando a quien propuso esa dicotomía: el «nosotros» cambió de lugar; o, más simple aún: el «nosotros» cambió.

Quienes no somos peronistas, esperamos que las enseñanzas que deja la historia del peronismo de los últimos veinticinco años den lugar a un debate interno en el partido. Esperamos que la nueva generación encabezada principalmente por jóvenes dirigentes como Urtubey y Massa, lleve adelante una verdadera e histórica renovación en el partido más poderoso de la Argentina. Por ahora, todo indica que así será.

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